¡Cómo caíste del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana! Derribado fuiste a tierra, tú que debilitabas a las naciones.
Tú que decías en tu corazón: subiré al cielo. Levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios y me sentaré sobre el monte de la congregación, hacia los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré; seré semejante al Altísimo.
Pero tú has sido derribado (...) Los que te vean te mirarán fijamente y te considerarán, diciendo: ¿Es este el hombre que hacía temblar la tierra, que trastornaba los reinos...?
Hay también en la obra una fuerte impronta de Paraíso perdido de Milton que le permite representar al mal desde la belleza (y no la fealdad o lo horrible de lo demoníaco), lo cual lo hace aún más amenazante, pues es algo tan deseable como terrible que nos atrae visualmente mientras nos repele intelectualmente.
Esta tensión se incrementa aún más en la mirada, una evolución de la terribilitá miguelangelesca del David (con ese mismo brazo que cierra su mirada y nos evita distracciones.
Esos ojos, sin embargo, no nos miran. Son la imagen de una profunda introspección, la de la rabia y su odio posterior que ha generado en Lucifer la batalla perdida. Una entrada directa en el reverso tenebroso de la fuerza, como Lucas comprendió claramente en la Guerra de las Galaxias
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